CasaPoemas“La última caricia”

“La última caricia”

LA ÚLTIMA CARICIA

 (Cnl (R) Luis A. Leoni)

  

Extraña procesión de imágenes desfilaban ante sus ojos. Multitud de recuerdos se sucedían en su mente, con la claridad que la muerte próxima proporciona al moribundo.

Recordaba la patria lejana; aquel adusto castillo de severas líneas recortadas en la hermosa campiña, siempre verde, donde nació; los besos de su buena madre que conociera tan poco tiempo, y a su padre, que le impuso como postrer voluntad, continuar la gloriosa tradición de vestir el hábito del caballero armado, siempre dispuesto a morir en defensa de su emblema: “Por mi patria, por mi dama, y por mi honor”.

Los años felices de la juventud, en el aprendizaje espartano de su místico sacerdocio guerrero. Y aquellas justas y torneos, donde en alarde de coraje, había llenado los momentos más felices de su vida.

Y aquellos días cuando la llevó al frente. La ruda vida de campaña, las continuas misiones entre las líneas enemigas, el peligro acechando a cada paso, devorando leguas al ritmo de la noble cabalgadura sobre caminos polvorientos, a través de ríos y montes, bosques y llanuras, brillando las moharras bajo el sol ardiente, o al conjuro estático de noches de luna que invitaban a soñar.

Solamente la caballería le había proporcionado tan hermosa vida, cuyo fin se acercaba rápidamente. Y aquellos bravos que la patria había puesto en sus manos, y que jamás miraron atrás.

Juntos habían emprendido mil empresas que eran otras tantas hazañas. Había visto caer a muchos a la vera del camino, siempre alegres, sonrientes, sin proferir jamás una queja.

Era el espíritu heroico de la caballería inmortal, que vislumbraba sus glorias entre aquellos bravos jóvenes que no pasaban de los veinte años. ¡Era la edad feliz en la romántica vida del soldado de caballería!

De pronto, percibió entre sombras aquel combate. Había sido sorprendido con su escuadrón por un enemigo superior. Huir, no existía en el código del honor. Atacar, era morir. Pero morir con gloria era realmente vivir.

¡Que importaba entonces la vida, si podía cruzar los aceros, o lanzarse en la impetuosa carrera palpitando jinete y caballo; al compás de una misma emoción!

Allí donde estaba el peligro, allí estaba él con sus valientes…

La suerte había sido esquiva esa vez. Rodeado por todas partes, había luchado como león. Un sable enemigo describiendo extraña parábola, le cayó de plano en el pecho. Ya no vio más. Sus ojos se cerraron y perdió el conocimiento.

Su hermosa yegua “Lizeanne”, le contaron luego, en su lecho, lanzó terrible relincho al sentir al amo herido. Y como si todo lo hubiera comprendido, se alejó del lugar a todo galope con su inerme carga.

Sintió que sus últimas fuerzas lo abandonaban. Vio la muerte muy de cerca, ya sobre su cabeza. Y en visible esfuerzo levantó la mirada hacia su asistente que comprendió aquel ruego, aquella orden.

Entre los hombres de caballería no se necesitaba hablar. El amor al arma es tan intenso, viene tan del alma, se siente y se vive en uno y en todos con el mismo misticismo.

Aquella mirada era el postrer adiós a las cosas más queridas. De pronto, se oyó en el umbral de la puerta ruido de cascos, y asomó la yegua, su fina y estilizada cabeza del diestro del asistente. Sus orejas se pararon en la actitud característica del pura sangre. Había notado un peligro oculto. Tal vez comprendía que la muerte le rondaba muy cerca.

La acercaron al amo. Este, en esfuerzo final, levantó la temblorosa mano y acarició aquella frente, suave y sedosa, tal como lo había hecho siempre. En los torneos, cacerías, en justas, en la guerra, siempre antes de montar, pasaba la mano por la hermosa cabeza. Solamente ahora emprendería un viaje muy largo, sin retorno.

La mano del soldado resbaló de golpe para no lanzarse más. Había sido la última caricia.